CAPÍTULO IX.
Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el
gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron
Dejamos en la primera parte desta
historia al valeroso vizcaíno y al famoso
don Quijote con las espadas altas y
desnudas, en guisa de descargar dos
furibundos fendientes, tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos
se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una
granada; y
que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa
historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que
della faltaba.
Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se
volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo
mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa
imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le
hubiese faltado algún sabio que tomara a
cargo el escrebir sus nunca vistas
hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes,
de los que dicen las gentes
que van a sus aventuras,
porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios, como de molde, que no
solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos
pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y no había de ser
tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a
Platir y a otros semejantes. Y así, no podía inclinarme a creer que tan
gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada; y echaba la culpa a
la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el
cual, o la tenía oculta o consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan
modernos como Desengaño de celos y Ninfas y Pastores de Henares, que
también su historia debía de ser moderna; y que, ya que no estuviese
escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella
circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber, real y
verdaderamente, toda la vida y milagros de nuestro famoso español don
Quijote de la
Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero
que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y
ejercicio de las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas,
amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y
con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle;
que, si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o
algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos
que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de
tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había
parido. Digo, pues, que, por estos y otros muchos respetos, es digno
nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas; y aun a mí no
se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin
desta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la
fortuna no me ayudan, el mundo quedará falto y sin el pasatiempo y gusto
que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó,
pues, el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el
Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos
cartapacios y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado a leer,
aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural
inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con
caracteres que conocí ser arábigos. Y, puesto que, aunque los conocía, no
los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado
que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues,
aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin,
la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en
las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.
Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía
aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese; y
él, sin dejar la risa, dijo:
-Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: "Esta
Dulcinea del
Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor
mano para salar puercos que otra mujer de toda
la Mancha".
Cuando yo oí decir "
Dulcinea del Toboso", quedé atónito y suspenso, porque
luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de
don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio, y,
haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que
decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete
Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para
disimular el contento que recebí cuando llegó a mis oídos el título del
libro; y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y
cartapacios por medio real; que, si él tuviera discreción y supiera lo que
yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la
compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor,
y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don
Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada,
ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y
dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con
mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la
mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y
medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere.
Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al
natural, la batalla de don
Quijote con el vizcaíno, puestos en la mesma postura que la historia
cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la
almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de
alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título
que decía:
Don Sancho de Azpetia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y
a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote. Estaba
Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y
flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al
descubierto con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el
nombre de Rocinante. Junto a él estaba
Sancho Panza, que tenía del cabestro
a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía:
Sancho Zancas,
y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande,
el talle corto y las zancas largas; y por esto se le debió de poner nombre
de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces
la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son
de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la
historia; que ninguna es mala como sea verdadera.
Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá
ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de
aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes
se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y ansí me
parece a mí, pues, cuando pudiera y debiera estender la pluma en las
alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en
silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los
historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el
interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del
camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito
de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hallará todo lo que se
acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para
mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del
sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la tradución, comenzaba desta
manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y
enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a
la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el
primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue
dado con tanta fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la espada en el
camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa
contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena
suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su
contrario, de modo que, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo
otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte
de la celada, con la mitad de la
oreja; que todo ello con espantosa ruina
vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia
que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella
manera! No se diga más, sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los
estribos, y, apretando más la espada en las dos manos, con tal furia
descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre
la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él
una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la boca y por
los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin
duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de
los estribos y luego soltó los brazos; y la mula, espantada del terrible
golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en
tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando don Quijote, y, como lo vio caer,
saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y, poniéndole la
punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le
cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder
palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras
del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia,
no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese
tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual
don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad:
-Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me
pedís; mas ha de ser con una condición y concierto, y es que este caballero
me ha de prometer de ir al lugar del
Toboso y presentarse de mi parte ante
la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que más fuere de su
voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don
Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometió que el
escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado.
-Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía
bien merecido.